Caminaba por un concurrido lugar de mi ciudad. Disfruto mucho de observar a la gente; no es curiosidad, es instinto. Me gusta sentarme y ver a las personas que pasan, qué es lo que hacen, cómo actúan, cómo se relacionan con el mundo.
Una familia de cuatro miembros (a juzgar por mi intuición, eran familia). Él, tal vez 35 años, ella 30 o un poco menos. Dos pequeños revoloteaban a su lado. Una niña de 3 o 4 años y un caballerito de 6 u 8 años. Jugaban juntos, saltaban y corrían alrededor de sus padres y adornaban con su risa y travesura la fría tarde de junio.
Por necesidad y, para mí, por perfecta coincidencia, se sentaron muy cerca del sitio en el que estaba. Papá y mamá conversaban y reían y el par de hermanos se sentaron al borde de la banquita en la que la familia decidió descansar. De un momento a otro, la mirada de los dos pequeños se encendió, había un carrito de helados en la zona. “¡Por favor, por favor, queremos un helado! Helado, he-la-do. HEEELADOOO!”. Los dos niños se acercaron al comerciante con un par de monedas que su padre les había dado, dichosos, saboreaban dos paletas rojas. Al regresar, el hermano mayor tropezó con los cordones de sus zapatos (estaban desatados, siempre lo estuvieron), cayó y empujó involuntariamente a su hermana, lo que ocasionó que las golosinas cayeran al piso.
En cuestión de segundos, las sonrisas se extinguieron. Ambas miradas se llenaron de lágrimas y estallaron dos llantos que llenaron, en segundos, el eco del lugar. “Ya, mijita, tranquila, tranquila” le decía la madre a la pequeña. Mientras que el padre, levantó con delicadeza pero muy firmemente, al pequeño sujetándolo del brazo: “ A ver, hijito, cálmate. Los hombres no lloran, debes ser durito”.
El niño se encogió de hombros y trataba de consolarse mientras se fregaba los ojos con las manos y limpiaba su nariz. Estaba desconsolado, sí. Pero no tenía de otra, tenía que “aguantarse”; es lo que le había dicho su padre, y sus lágrimas tenían que obedecer.
No paraba de rondarme la misma idea en la cabeza: En serio, ¿los hombres no lloran? Desde sus primeros días, e incluso desde que están en el vientre de sus madres, los niños aprenden e imitan lo que escuchan y ven. Sus sentidos son la puerta de entrada al mundo, son los engranajes que coadyuvan a formar su personalidad; children see, children do.
Será entonces que, decirle a un niño que no debe llorar por ser hombre, ¿es lo correcto? Para muchos padres, puede serlo.
El llanto no es una bandera de género, no es un agente diferenciador entre un niño y una niña. Es, simplemente, una forma de exteriorizar un sentimiento: alegría, dolor, tristeza, nostalgia. Decirle a un niño que “no llore, por que los hombres no lloran”, es un riesgo latente.
En las culturas latinoamericanas suele ser un hecho recurrente, pero, ¿se han puesto a pensar en los efectos?
Nos quejamos constantemente de las acciones machistas; incluso hay niños que, desde pequeños, buscan demostrar superioridad frente al género contrario; seguramente a muchos de ellos sus padres o alguien cercano les dijo que “no lloren”.
Es necesario criar niños que sepan el valor de los sentimientos. Que aprendan a reír, pero que también aprendan a llorar. La sensibilidad ante la vida resulta elemental, dejemos que nuestros niños rían y lloren si les resulta necesario. No estamos criando máquinas, estamos criando seres humanos. Y el llanto es una de las muestras más sublimes de humanidad, una lágrima que moja una mejilla será también causante de un abrazo, una caricia. Los niños necesitan llorar; para, valga la redundancia, sentir que sienten.
Con información de: bebeabordo.com.co